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Η σονάτα του σεληνόφωτος

Yannis Ritsos / Γιάννης Ρίτσος
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Deutsche Übersetzung / Μετέφρασε στα γερμανικά / Traduzione tedesca ...
LA SONATA AL CLARO DE LUNA

(Noche de primavera, salón grande de una casa vieja
Una mujer, entrada en años, vestida de negro, está hablando con un hombre joven –no han encendido las luces. Implacable la luna invade atravesando la ventana. Me olvi- daba de decir que la mujer ha publicado un par de interesantes colecciones de poemas de tono religioso
La mujer está dirigiéndose al joven)


Déjame ir contigo
Qué luna esta noche…
Es buena esta luna, no se marcarán mis canas
La luna hará que mi pelo vuelva a ser dorado –no te darás cuenta
Déjame ir contigo

En noches bañadas por la luna
las sombras se engrandecen en mi casa
Manos invisibles corren las cortinas
Un dedo tenue escribe palabras olvidadas en el polvo que cubre el piano
No quiero oírlas… Cállate

Déjame ir contigo
Sólo un rato, hasta la valla de la fábrica de ladrillos
Hasta donde la calle se esconde tras la curva y aparece la ciudad de cemento, de aire
Blanqueada de cal lunar
Tan indiferente y etérea
Tan positiva que parece metafísica
Tanto, que finalmente puedes creer que existes y que no existes
que jamás has existido, que el tiempo y sus secuelas no han existido… Déjame ir contigo

Nos vamos a sentar un rato sobre la acera, en la pequeña colina y como nos llegue el soplo de esta brisa de primavera
puede que nos imaginemos volando
porque a menudo, incluso a estas alturas, el chasquido de mi falda llega a mis oídos como el aletazo de dos alas potentes

Y cuando te envuelves en este sonido de vuelo notas tu nuca, tus costillas, tu carne apretándose Y así apretado por los músculos del viento azul en las vigorosas neuronas de la altura
no importa si te vas o te vuelves
y tampoco importa que mi pelo se haya vuelto blanco
(no es esto lo que me atormenta, lo que me atormenta es que mi corazón no se vuelve blanco…)
Déjame ir contigo

Lo sé que todos seguimos nuestros caminos solitarios en el amor, en la gloria, y en la muerte
Ya lo sé. Lo he probado. No sirve… Déjame ir contigo

Esta casa está encantada, me está echando a patadas, quiero decir, es demasiado vieja
Los clavos se sueltan
Los cuadros caen buceando en el vacío
El yeso se desploma en silencio
como los gorros abandonados de los muertos que caen de su percha en el pasillo oscuro como el desgastado guante de lana del Silencio cae de sus rodillas
o como cae un pedazo de luna sobre esta vieja silla destripada

Una vez ésta también fue joven… No, no la foto que estás mirando incrédulo
Hablo de la silla, muy cómoda
Podías sentarte, ojos cerrados, hora tras otra, y soñar… bueno, cualquier cosa
Una playa de arena suave, mojada y resplandeciente, pulida por la luna
Más pulida que mis viejos zapatos elegantes, que entrego cada mes en la tienda de la esquina para que me los limpien
Más pulida que una vela de barco velero que desaparece en la distancia, movido por su propio respiro, una vela triangular, como un pañuelo doblado, una vez solamente
como si no tuviera nada que encerrar, nada que atesorar, ni despedirse, saludando desplegado

Desde siempre me han fascinado los pañuelos
No para guardar cosas, semillas de flores, o manzanilla recogida en el campo al atardecer Ni tampoco para hacerle cuatro nudos y llevarlo como hacen los albañiles que trabajan allí enfrente
Ni tampoco para limpiar gafas –jamás las he necesitado
Los pañuelos son sólo un capricho

Hoy en día los doblo 4, 8, 16 veces, así para mantener mis dedos ocupados
Y acabo de recordar que solía medir la música así, cuando iba al conservatorio
En mi uniforme blanquiazul, y con mis trenzas rubias –8,16,32,64…
Agarrando la mano de mi pequeña amiga, un árbol de melocotón lleno de luz y flores rosadas
Perdóname esta palabrería… mala costumbre –32,64…
Y mis padres albergaban grandes esperanzas por mi talento musical

Pues, te estaba hablando de la silla, destripada, la paja y los muelles mohosos a la vista Pensaba llevarla al taller aquí al lado para que la arreglaran, pero… No hay ni tiempo, ni dinero, ni ánimo
Por dónde empezar arreglando...

Pensaba cubrirla con una sábana
Pero me impresionó la idea de una sábana blanca bajo esta luna
Grandes hombres se han sentado en ella, gente de altos vuelos y aspiraciones, como tú y yo, también
Y ahora descansan bajo tierra, sin que les preocupe ni la lluvia ni la luna… Déjame ir contigo

Nos vamos a sentar un rato en el rellano de la escalera de mármol de la iglesia
Y después tú seguirás y yo volveré con el calor del toque fortuito de tu chaqueta a mi costado izquierdo
Y también unas luces cuadradas a través de las pequeñas ventanas del barrio
Y esta rociada tan blanca de la luna, que es como una gran procesión de cisnes plateados Y no me asusta esta expresión porque yo, en tiempos, muchas noches de primavera conversé con Dios, que se presentó envuelto en el halo y la gloria de tal claro de luna

Y muchos jóvenes, aún más bellos que tú, sacrifiqué por Él
Así blanca e inasequible, rociándome por mi propia llama blanca, por la blancura del claro de luna
Incendiada por los insaciables ojos de los hombres, y el indeciso éxtasis de los adolescentes
Asediada por exuberantes cuerpos bronceados, poderosos brazos y piernas entrenados en natación, remo, atletismo, fútbol –piernas y brazos que fingía no ver– frentes, labios, rodillas, dedos y ojos, troncos, bíceps y muslos…
Y de verdad no los veía, sabes, a veces, admirando, te olvidas del que estas admirando
Te basta la mera admiración
Dios mío, qué ojos todos estrellas
Y me levantaba hacia una apoteosis de estrellas rechazadas
Porque así asediada, por dentro y por fuera, no me quedaba otro camino sino hacia arriba o hacia abajo

No, no es suficiente... Déjame ir contigo
Ya es tarde, lo sé… Déjame ir contigo, porque tantos años, días y noches y atardeceres carmesíes, he estado sola, implacable, sola e inmaculada
Hasta en mi lecho conyugal inmaculada y sola
Escribiendo versos gloriosos en las rodillas del Señor
Versos que te lo aseguro, quedarán como grabados en mármol impecable
Más allá de mi vida, y de la tuya también, mucho más allá
No es suficiente… Déjame ir contigo

Esta casa no me soporta más
No aguanto llevarla encima
Tienes que estar siempre atento, atento
Sostener la pared con el gran aparador
Sostener el aparador con la antediluviana mesa cincelada
Sostener la mesa con las sillas
Sostener las sillas con tus manos
Meter tu hombro bajo la viga que se está descolocando
Y el piano, cerrado como un féretro negro… No te atreves a abrirlo
Siempre atento, atento, que no caiga nada, que no te caigas tú... No lo soporto… Déjame ir contigo

Esta casa, a pesar de todos sus muertos, no se deja morir
Insiste en vivir con sus muertos, vivir de sus muertos y de la certeza de su muerte, y en ordenar todavía sus muertos cuidadosamente en armarios y decrépitas camas… Déjame ir contigo

Aquí, no importa cuán silenciosamente camine en el vaho de la noche, en mis zapa- tillas o descalza, algo va a crujir
Algún cristal se esta rajando, o algún espejo
Se oyen pasos –no son los míos
Puede que fuera, en la calle, no se oigan estos pasos –dicen que el arrepentimiento lleva zapatos de madera…
Y si te pones a mirar en este espejo, o en el otro, por detrás del polvo y las rajas
Divisas tu rostro cada vez más borroso y fragmentado
Tu rostro, por el que no pediste nada más en la vida: sólo que fuera límpido e íntegro

Los labios de la copa brillan en el claro de luna como una navaja circular –¿cómo puedo llevarlo hasta mis labios?
Aunque tenga tanta sed, ¿cómo puedo?
¿Ves? Todavía me quedan ganas de símiles…

Eso es lo que me queda, es eso lo que me asegura todavía que sigo presente… Déjame ir contigo…
A veces, al anochecer, tengo la sensación de que detrás de la ventana pasa una osa con su dueño
Está vieja y pesada – su pelo lleno de espinas y cardos
Levanta polvo en las calles del barrio
Una nube de polvo solitaria, incienso para el anochecer
Y los niños han vuelto a casa para cenar, y ya no les dejan salir, aunque a través de las paredes pueden divisar los pasos de la vieja osa
Y la osa, cansada, camina en la sabiduría de su soledad, sin saber adónde ni por qué
Está menos ágil, ya no puede bailar sobre dos piernas
No puede llevar su gorrito de encaje y entretener a los niños, a los vagos, a los exigentes
Y solo quiere tumbarse en el suelo, dejando que le pisen el vientre
Jugando así su última carta
Demostrando su impresionante fuerza para resignarse
Su desobediencia a los intereses de los demás, a los aros en sus labios, a la indigencia de sus dientes
Su desobediencia al dolor y a la vida, con la complicidad de la muerte – incluso una muerte lenta

Su desobediencia final a la muerte, a través de la continuación y el conocimiento de la vida, la vida que sigue cuesta arriba
Aprendiendo y actuando, superando la esclavitud

Pero ¿quién puede seguir este juego hasta el final?
Así la osa se levanta otra vez, y camina obedeciendo a su correa, a sus aros, a sus dientes
Sonriendo con sus labios desgarrados
a las moneditas que le echan los niños, tan bellos y confiados (bellos precisamente porque son confiados), diciéndoles gracias
Porque las viejas osas lo único que han aprendido a decir es: gracias, gracias… Déjame ir contigo

Esta casa me está ahogando
Pues la cocina es como el fondo del mar
Las cazuelas colgadas brillan como grandes ojos redondos de peces increíbles
Los platos se mueven lentamente como medusas
Algas y ostras se atascan en mi pelo –no puedo librarme de ellos después
No puedo subir a la superficie –la bandeja cae de mis manos muda Me derrumbo y veo las burbujas de mi aliento subiendo, subiendo E intento entretenerme mirándolas
Y me pregunto qué diría alguien que las viera desde arriba

Quizás que alguien se está ahogando
O que un buceador está explorando los fondos del mar…
Y, de verdad, no pocas veces descubro allí, en el abismo del ahogamiento
Corales y perlas y tesoros de naufragios
Encuentros imprevistos, del pasado, del presente y del futuro
Casi una comprobación de la eternidad
Un respiro, una sonrisa de inmortalidad, como dicen Una cierta felicidad, embriaguez, hasta entusiasmo… Corales, perlas, y zafiros; sólo que no sé darlos
No, los doy; sólo que no sé si pueden recibirlos… Yo sin embargo los doy
Déjame ir contigo

Espera un momento, déjame coger mi chaqueta
De este tiempo tan imprevisible no hay que fiarse
Hay humedad por la noche, y parece que la luna hace la noche más fría ¿verdad?

Déjame abrochar tu camisa –qué fuerte es tu pecho… Eh, qué fuerte esta luna… digo, la silla…
Y cuando levanto la taza de la mesa se desvela un agujero de silencio
Lo tapo inmediatamente con mi mano para no mirar adentro
Vuelvo a dejar la taza donde estaba
Y la luna como un agujero en el cráneo del mundo
No mires adentro, es una fuerza magnética que te atrae No mires, no miréis, escuchadme, ¡vais a caer dentro! Este vértigo bello y etéreo –¡te vas a caer!
Un pozo de mármol la luna
Sombras que se agitan y alas mudas, voces misteriosas, ¿no las oís?

Profunda, profunda la caída
Profunda, profunda la escalada
La estatua de aire apretada en sus alas abiertas
Profunda, profunda la despiadada beneficencia del silencio
Luces que parpadean desde la otra orilla
Mientras tambaleas en tu propia ola, soplo del océano
Bello y etéreo este vértigo –cuidado, ¡te vas a caer!
No te fijes en mí… Para mí eso es mi lugar: el tambaleo, el exquisito vértigo

Así que cada noche tengo un poco de dolor de cabeza, náusea A menudo voy a la farmacia de enfrente por alguna aspirina Otras veces me da pereza y me quedo con mi dolor de cabeza Escuchando el hueco ruido de las tuberías
O preparo café, y, distraída, siempre preparo dos tazas –¿quién tomaría el segundo? Tiene gracia…
Lo dejo sobre el alféizar y se enfría
O a veces tomo el segundo también
Mirando por la ventana la bombilla verde de la farmacia
Como la luz verde de un tren silencioso que viene a llevarme con mis pañuelos, mis zapatos malgastados, mi bolso negro, mis poemas…
pero sin maletas – ¿para qué las necesitas? Déjame ir contigo

Ah, ¿te vas? Buenas noches. No, yo no voy. Buenas noches. Yo voy a salir más tarde. Gracias.
Es que, por fin, tengo que salir de esta casa machacada
Tengo que ver la ciudad un rato
No, no la luna, la ciudad con sus manos marcadas de callos
La ciudad asalariada, la ciudad que jura por sus puños y su pan
La ciudad que nos lleva sobre sus espaldas, soportándonos a todos nosotros
Con nuestras pequeñeces, nuestras maldades, nuestras enemistades
Nuestras ambiciones, nuestra ignorancia, y nuestra vejez… Tengo que escuchar los grandes pasos de la ciudad
Y que deje ya de escuchar los tuyos, los del Dios, y los míos. Buenas noches.

(El salón se está oscureciendo. Parece que alguna nube habrá cubierto la luna. De repente, como si una mano hubiera subido el volumen de la radio del bar del barrio, se escucha un tema musical muy conocido. Entonces me doy cuenta de que toda esta escena la acompañaba sotto voce la sonata de claro de luna, solamente el primer movimiento.
El joven estará bajando la calle, con una sonrisa preñada de ironía y compasión en sus cincelados labios, y sintiéndose liberado. Cuando llegue a la iglesia, antes de bajar por la escalera de mármol, se echará a reír –su risa fuerte, imparable no sonará para nada inadecuada bajo la luna. Que no suene para nada inadecuada es quizás lo único que sea inadecuado. Dentro de poco el joven se callará, se pondrá serio y dirá: “La decadencia de una época”. Así, completamente tranquilo, desabrochará su camisa y continuará su camino.
En cuanto a la mujer, no sé si al final salió. La luz de luna brilla otra vez. Y en las esquinas de la habitación las sombras se ahogan en un insoportable, desgarrador arrepentimiento, casi un furor, no tanto por la vida, pero sí por esa inútil confesión… Escuchad, la radio sigue sonando…)

DIE MONDSCHEINSONATE

Ein Frühlingsabend. Großes Zimmer in einem alten Haus. Eine ältere Frau, schwarz gekleidet, spricht zu einem jungen Mann. Siehaben kein Licht eingeschaltet. Durch die zwei Fenster dringt ein unbarmherziges Mondlicht. Ich vergaß zu sagen, dass die Frau in Schwarz zwei, drei interessante religiös inspirierte Gedichtsammlungen veröffentlicht hat. Also, die Frau in Schwarzspricht zu dem jungen Mann:

Laß mich mit dir gehen. Was für ein Mond heute!
Er ist so gütig, der Mond – niemandem wird auffallen,
daß meine Haare grau geworden sind. Der Mond
färbt meine Haare wieder golden. Du wirst nichts merken.
Laß mich mit dir gehen.

Wenn der Mond scheint, werden im Haus die Schatten länger,
unsichtbare Hände bewegen die Vorhänge,
ein bleicher Finger schreibt im Staub auf dem Klavier
vergessene Worte – ich will sie nicht hören. Schweig!
Laß mich mit dir gehen.

Ein kleines Stück nur, nur bis zur Mauer der Ziegelei,
nur bis dorthin, wo sich die Straße krümmt,
wo unter der Tünche des Mondlichts die Stadt aus Zement und Luft auftaucht,
die Stadt, die so gleichgültig ist und so unwirklich
und wirklich erscheint – als wär sie metaphysisch,
daß du schließlich glauben könntest, du bist und bist auch wieder nicht und vielleicht existiertest du niemals, wie auch die Zeit und ihre Vergänglichkeit nicht existierten.
Laß mich mit dir gehen.

Wir werden uns ein wenig auf die steinerne Bank setzen, auf die steinerne Bank auf dem Hügel,
und wie uns da der Wind des Frühlings anweht,
kann es sein, wir glauben, wir fliegen,
denn höre ich nicht oft und auch jetzt im Rauschen meines Kleides
das Rauschen von zwei gewaltigen Flügeln, die auf- und niederschwingen,
und wenn du dich einschließt in den Rausch dieses Fliegens,
spürst du, wie sie deinen Hals, deine Rippen, deine Haut zusammenpressen,
und derart von den Muskeln der blauen Luft,
von den kräftigen Sehnen der Höhe gepackt,
ist es einerlei, ob du kommst oder gehst,
und ohne Bedeutung, daß meine Haare grau geworden sind
(nicht darum bin ich traurig – ich bin traurig,
weil mein Herz nicht auch grau werden will).
Laß mich mit dir gehen.
Ich weiß, daß jeder ganz allein zur Liebe,
zum Ruhm und zum Tod unterwegs ist.
Ich weiß es. Ich habe es versucht. Es nützt nichts.
Laß mich mit dir gehen. …


...

Ich halte es nicht aus, es auf meinem Rücken zu tragen.
92
Du musst ständig aufpassen, immer aufpassen,
die Wand stützen mit dem großen Büffet,
das Büffet stützen mit dem uralten, geschnitzten Tisch,
den Tisch stützen mit den Stühlen,
die Stühle stützen mit deinen Händen,
deine Schulter unter den herabhängenden Balken stemmen…
Immer aufpassen, aufpassen, dass sie nicht fallen, dass du nicht fällst.
Ich halte es nicht mehr aus

...

Ich muss ein wenig Stadt sehen – nein, nicht den Mond -…
Ich muss die großen Schritte der Stadt hören,
ich will nicht mehr deine Schritte hören
noch die Schritte Gottes, noch auch meine eigenen Schritte

...


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