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Lo estamos pasando muy mal

Los Prisioneros
Lingua: Spagnolo


Los Prisioneros


Esa mañana desperté de inmediato, concilié el sueño sólo con ayuda de pastillas.
Tú sabes… la excitación que produce la conciencia de estar a punto de escribir una página de la historia puede llegar a ser, por momentos, insoportable.
Pero yo soy un hombre de temple, el hombre escogido.

Bajo mi almohada el sobre con el solemne membrete patrio con las instrucciones precisas generadas por las altas mentes que me han designado.
Me siento feliz.
Me siento henchido de santo gozo justiciero.
Calzo mis zapatos y pantalones y comienzo el ritual matutino, prolijo y calmo, como si éste fuera cualquier día de mi vida, como si de mis manos y de mi frialdad no pendiera gran parte de la seguridad de mis hijos y de tus hijos.

El desayuno está frío, pero no lo noto casi.
La ventana arroja la luz tamizada de gris del otoño en la city.
Hay tiempo para una sonrisa al espejo del baño antes de subir al automóvil acondicionado para mi misión.

Faroles, kioscos, carnes, faldas.
Mi hija menor, la Nancita, se me viene a la cabeza con sus gritos en la mañana, con sus manitos en mi cabeza.
Conozco bien el camino, nada ha sido dejado al azar en esta ocasión.

Estaciono el coche a una cuadra de mi punto de acción.
Rodeo la manzana y escalo sigiloso la muralla gris que marcamos en el despacho como acceso seguro.
En mi cinturón, un revólver.
En mi mente, la bandera.

Tres metros y medio de ladrillo hay entre la ventana de su baño y yo.
Subo.
Mi corazón salta.
Él tiene una mucama… si se interpone, peor para ella.
Un esfuerzo más y estoy dentro, acompañado del silencio de la mañana.
Penetro por el angosto pasillo desnudo de adornos y me detengo a oír, los sentidos aguzados por el entrenamiento.

Creo que está sólo. ¡Great!
Ahí lo veo, de espaldas a mí, con un piyama blanco y su calma.

No me sospecha, está bebiendo café.
Doy un vistazo a su habitación y veo sus libros, libros plagados de amenazas y falsedades, libros que traerían esclavitud y muerte a las misiones humanas.
Cerca de la ventana un cartel serigráfico de aquella cantante antiarte.

En escasos segundos, con la mano en el gatillo y el sudor en mis sienes.
Pienso en mis emblemas, en los hombres justos y viriles que me han elegido, en la misión histórica de evitar el odio, en la calle que llevará mi nombre.

Pero no quiero que muera sin saber por qué muere.
Le llamo por su nombre. Leo el terror y una mueca de desilusión en su odiado rostro.
Le pregunto: “¿Por qué no cantas ahora? ¿Qué fue de tu retórica? ¿ Porqué no desafías al aire y con el puño cerrado?”

No espero su respuesta, y disparo...



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